En los destinos donde se desarrolla el Turismo Rural Comunitario, el alojamiento es ofrecido por sus propios habitantes, quienes acondicionan una parte de sus casas para uso exclusivamente turístico. Estas casas componen una categoría de alojamiento especial registrada dentro de cada municipio, lo que garantiza que el viajero tendrá una buena experiencia durante su estadía, con el valor agregado de compartir tiempo e historias con quienes las habitan.

 

En Brealito nos alojamos en lo de Pepe, quien junto con su hermana Jorgelina nos estaban esperando. Realizamos una reserva previa al viaje y tenían todo listo para nuestra llegada. Nos mostraron nuestra habitación y el baño, y nos explicaron el funcionamiento del calefón para poder darnos una ducha reparadora.   Jorgelina nos entregó dos juegos de toallas mullidas y blancas como la nieve, dignas del mejor hotel. Fue mi primera sorpresa, porque me encantan las buenas toallas.

 

Una vez que nos acomodamos e hicimos la prueba del colchón - veníamos muy cansadas después de un importante madrugón y un viaje con escalas -  salimos de la habitación y nos dirigimos a la cocina,  en busca de alguien que nos orientara. Allí estaba Don Estanislao, el padre de Pepe y Jorgelina, que con gesto amable y condescendiente  nos hizo saber que éramos bienvenidas en su hogar, como quien da permiso a sus hijos para que inviten a sus amigos a dormir en casa.

Don Estanislao nació en Brealito en el año 1815, ¿Entendés lo que eso significa? Tiene 103 años! De joven se fue a trabajar por otros pueblos cercanos, y a los 30 y pico volvió a su amado Brealito para quedarse por siempre con su mujer y sus hijos. Aún sigue erguida en el patio del frente de la casa la estructura de hierro del enorme gazebo construido para el festejo del centenario de su nacimiento. Ese día Brealito fue una fiesta. Pepe y Jorgelina lo recordaban con una sonrisa de oreja a oreja, y ante nuestra sugerencia prometieron hacer cuadros con las fotos del evento para colgarlos en la galería, y así todos los visitantes puedan conocer la historia de su padre. - Será cuestión de volver para verlo! De pronto, casi sin darnos cuenta, estábamos conociendo parte de sus historias y compartiendo las nuestras.

 

Cada mañana Jorgelina y Pepe nos esperaban en la cocina con el desayuno: te, mate cocido, leche, pan casero, mermelada y queso de cabra hecho por una vecina de “allá arriba”, detrás del cerro tal y la cascada cual. Es que allí no se habla de calles, sino de cerros, cascadas, ríos y lagunas. Estar con ellos era como hacer un curso acelerado de geografía local. Ni el más eximio profesor explicaría mejor que ellos características del relieve, el suelo, las lluvias, los vientos, la temporada de crecida del río, el manejo de los cultivos, la cría de animales, la flora y fauna autóctona, el modo de subsistencia de su gente y de los pueblos vecinos. Al escucharlos podía imaginar cómo sería el plano del lugar dibujado a mano alzada casi a la perfección.

 

A medida que pasaban las horas en Brealito nos íbamos sintiendo más locales. Éramos como niñas curiosas que todo queríamos saber, y todo queríamos hacer. Y ellos nos complacían, porque también lo disfrutaban. Es exactamente esto lo que sucede cuando tenés la posibilidad de entablar un intercambio genuino con una comunidad: uno se vuelve un poco más curioso e intuitivo. El asombro está presente paso a paso y resulta muy divertido descubrir y aprender cómo viven y cuál es su cosmovisión.

 

La última mañana, antes de volvernos, le preguntamos a Jorgelina dónde cocinaba. Esa pregunta fue maravillosa, porque nos llevó a la parte de atrás de la casa, la original, la que construyó Estanislao con sus manos para cobijar a su familia. Allí había dos habitaciones con paredes de barro y el techo de distintas capas de paja. A la derecha estaba la cocina: un cuarto de 3m x 4m que en una esquina tenía el fogón, donde hasta la fecha seguían cocinando con fuego a leña igual que lo hacía su madre. Del otro lado algunas ollas esperaban a ser elegidas para elaborar el menú del día. El cuarto de la izquierda era el ambiente grande donde ya tenían una cocina a gas que alimentaban con garrafa, y la mesita pequeña donde solían desayunar unos mates y pan antes de salir a trabajar. Cada rincón albergaba historias y queríamos escucharlas todas. Ya no queríamos irnos.

 

Vivir por unos días en la casa de un lugareño es una experiencia superior, en la que se vive el intercambio profundo y recíproco con la comunidad que recibe al turista. Si estás planeando un viaje al norte del país, no dudes en desviarte un poco del circuito tradicional para vivir la experiencia de un turismo solidario y sustentable. Te prometo que lo vas a disfrutar. Y ellos también.

 

Ana Inés Maqueira